Discurso del recepción del Premio Nobel 1996.
Dicen que la primera frase de un discurso es siempre la más fuerte.
Bueno, de cualquier manera, ella ya fue dicha. Pero tengo la sensación
de que las oraciones por venir: la tercera, la sexta, la décima, y las
demás, hasta la última línea —serán igualmente duras, debido a que se
espera que hable de poesía—. He dicho muy poco al respecto, casi nada,
sin duda. Y cuando quiera que he pronunciado algo, he tenido la secreta
sospecha de que no soy muy buena para ello. Es por esto que mi
conferencia será más bien corta. Toda imperfección se hace más fácil de
tolerar si es ofrecida en pequeñas dosis.
Los poetas contemporáneos son escépticos y suspicaces, incluso o
especialmente consigo mismos. Ellos confiesan públicamente, sólo a
disgusto, ser poetas, como si se avergonzaran de ello. Pero en estos
tiempos clamorosos se hace más fácil reconocer los defectos —al menos
cuando están atractivamente empacados—, que reconocer los méritos que
yacen profundamente ocultos y nunca se les da su justo crédito… Cuando
están llenando cuestionarios o conversando con extraños, es decir,
cuando pueden evitar revelar su profesión, los poetas prefieren usar el
vocablo general escritor o reemplazar poeta con el nombre de cualquier
trabajo que hagan además de escribir. Los burócratas y los pasajeros de
bus responden con un toque de incredulidad y alarma cuando descubren que
están tratando con un poeta. Supongo que los filósofos se pueden
encontrar con una reacción similar. Sin embargo, ellos están en una
mejor posición, pues siempre que lo deseen pueden adornarse con algún
título profesional: Profesor de filosofía, suena mucho más respetable.
Pero no hay profesores de poesía. Esto establecería, después de todo,
que la poesía fuera una ocupación que requiriera estudios
especializados, exámenes periódicos, artículos teóricos con
bibliografías y pies de página anexos, y finalmente diplomas conferidos
ceremonialmente. Esto significaría, a su vez, que no es suficiente
cubrir páginas, ni siquiera con los más exquisitos poemas, para hacerse
poeta. El elemento crucial es una hoja de papel portando una estampilla
oficial.
Recordemos que el orgullo de la actual poesía rusa, laureado con el
Nobel: Joseph Brodsky, una vez fue sentenciado al exilio interior en
tales territorios. Lo llamaron un parásito, sólo porque le faltaba la
certificación oficial que le garantizara el derecho a ser poeta.
Hace algunos años, tuve el honor y placer de conocerle en persona, y
noté que de todos los poetas que me han sido presentados, Brodsky fue el
único que disfrutó llamarse a sí mismo poeta. Él pronunció la palabra
sin inhibiciones. Al contrario, la dijo con una libertad desafiante. Me
parece que esto ocurrió debido a que él nunca podía olvidar las brutales
humillaciones que experimentó en su juventud.
En países más afortunados donde la dignidad humana no es asaltada tan
diligentemente, los poetas anhelan, por supuesto, ser publicados, leídos
y comprendidos, pero ellos hacen poco, si es que hacen algo, para
situarse sobre la muchedumbre y el quehacer cotidiano. Y sin embargo, no
hace mucho, en las primeras décadas de este siglo, los poetas se
esforzaron para impactarnos con sus atuendos extravagantes y su
comportamiento excéntrico. Pero todo esto era apenas para bien del
despliegue público, pues siempre llegó el momento en que los poetas
tuvieron que cerrar las puertas tras de sí, deshacerse de sus manteles,
atavíos, y otras poéticas parafernalias y comodidades; silenciosa,
pacientemente, esperándose a sí mismos, ante la hoja de papel aún
blanca. Porque esto es finalmente lo que en verdad cuenta.
No es accidental que las biografías fílmicas de grandes científicos y
artistas sean producidas a raudales. Los directores más ambiciosos
buscan reproducir convincentemente el proceso creativo que condujo a
importantes descubrimientos o al nacimiento de una obra maestra. Uno
puede representar ciertos tipos de labor científica con algún éxito.
Laboratorios, diversos instrumentos, maquinaria compleja traída a la
vida: tales escenas pueden atrapar el interés de la audiencia por un
rato. ¿Y esos dramáticos momentos de incertidumbre semejantes a la
expectativa de realizar un experimento con alguna modificación,
conducirán finalmente al resultado deseado…? Las películas acerca de
pintores pueden ser espectaculares, pues van recreando cada etapa de la
evolución de una pintura famosa, desde el primer trazo del pincel hasta
el último retoque. La música se sublima en cintas acerca de
compositores: El primer compás de la melodía que resuena en los oídos
del músico finalmente emerge como un trabajo maduro en una forma
sinfónica. Por supuesto todo esto es bastante ingenuo y no explica el
raro estado mental popularmente conocido como inspiración, pero al menos
hay algo que ver y escuchar.
Sin embargo los poetas son los peores. Desesperanzadoramente su trabajo
no es fotogénico. Alguien se sienta a la mesa o se tiende en un sofá
mientras observa inmovilizado la pared o el techo. De vez en cuando esta
persona escribe siete líneas sólo para omitir una de ellas quince
minutos después, y luego otra hora pasa, durante la cual nada ocurre…
¿Quién podría soportar ver algo así?
He mencionado la inspiración. Los poetas contemporáneos responden
evasivamente cuando se les pregunta por ella y si en verdad existe. No
es que ellos no hayan conocido la bendición de este impulso interior. Es
sólo que no es fácil explicarle a alguien algo que tú mismo no
comprendes.
Cuando, en ocasiones me lo consultan yo también esquivo la pregunta.
Pero mi respuesta es ésta: la inspiración no es el privilegio exclusivo
de los poetas o artistas en general. Hay, ha habido y siempre habrá
cierto grupo de personas a quienes visita la inspiración, y está
compuesto de aquellos que han elegido concientemente su llamado y hacen
su labor con amor e imaginación. Puede incluir doctores, profesores,
jardineros —y podría señalar un centenar de profesiones—. Su trabajo se
convierte en una aventura continua porque ellos se las arreglan para
permanecer descubriendo nuevos retos en ella. Las dificultades y
retrocesos nunca mitigan su curiosidad. Un enjambre de nuevas preguntas
emerge de cada problema resuelto. Cualquier cosa que sea la inspiración,
nace de un permanente no sé.
No hay mucha gente así. La mayoría de los habitantes de la Tierra
trabajan porque tiene que hacerlo. No eligieron con pasión este o ese
tipo de trabajo; las circunstancias de sus vidas hicieron la elección
por ellos. Trabajo sin amor, labor aburrida, valorada solamente porque
otros ni siquiera tienen eso; sin embargo sin amor y con tedio —ésta es
una de las más ofensivas miserias humanas—. Y no hay señas de que los
países nacientes vayan a producir ningún cambio positivo.
De modo que, aunque le niego a los poetas el monopolio sobre la
inspiración, aún los ubico dentro de un selecto grupo de queridos
afortunados.
Hasta este punto, sin embargo, ciertas dudas pueden emerger en mi
audiencia. Todo tipo de torturadores, dictadores, fanáticos y demagogos
en busca del poder por medio de unas consignas de combate a voz en
cuello, también pueden disfrutar sus trabajos y ejecutar sus labores con
fervor inventivo. Bueno, sí, pero ellos saben. Saben y aquello que
conocen es suficiente para ellos por siempre. No quieren descubrir nada
más, pues esto podría disminuir la fuerza de sus argumentos. Y cualquier
conocimiento que no conduzca a nuevas preguntas expira rápidamente: no
consigue mantener la temperatura requerida para conservar la vida, y en
los casos más extremos (hechos bien conocidos de la historia antigua y
moderna), en este punto se plantea una amenaza letal para la sociedad.
Por eso es que valoro tan altamente ese breve no sé. Él es pequeño, pero
vuela en alas poderosas. Expande nuestras vidas para incluir nuevos
espacios en nosotros, tanto como aquellas extensiones exteriores en las
que nuestro diminuto planeta Tierra está suspendido. Sí Isaac Newton no
se hubiera dicho nunca a sí mismo no sé, las manzanas en su pequeño
huerto podrían haber caído como granizo y él se habría detenido para
recogerlas y degustarlas. Si mi compatriota Marie Sklodowska-Curie no se
hubiera dicho a sí misma ignoro, ella probablemente se habría
destrozado enseñando química en un colegio privado para jovencitas de
buenas familias, y habría terminado sus días ejecutando este trabajo,
por otra parte, perfectamente respetable. Pero siguió diciendo no sé, y
estas palabras la condujeron, no sólo una sino dos veces, a Estocolmo,
donde espíritus sin sosiego, ocasionalmente inquisitivos son honrados
con el Premio Nobel.
Los poetas, si son genuinos, también deben permanecer repitiendo no sé.
Cada poema marca un esfuerzo para responder este dictamen, pero tan
pronto como el punto final golpea la página, el autor empieza a dudar,
empieza a comprender que esta respuesta particular era pura entelequia,
que es absolutamente insatisfactoria. De modo que los poetas siguen
intentando, y más tarde que temprano los resultados sucesivos de su
autoinsatisfacción son archivados por historiadores literarios
llamándolos una obra…
A veces sueño con situaciones que no pueden ser. Osadamente imagino, por
ejemplo, que tengo la oportunidad de conversar con el Eclesiastés, con
el autor de ese lamento conmovedor de la vanidad de todos los esfuerzos
humanos. Yo me inclinaría profundamente frente a él, porque aquel es,
después de todo, uno de los grandes poetas, al menos para mí. Habiendo
hecho esto, estrecharía su mano. No hay nada nuevo bajo el cielo: eso es
lo escrito en el Eclesiastés. Pero este mismo texto nació como novedad
bajo el sol. Y el poema creado también fue nuevo. Y todos sus lectores
también alguna vez fueron nuevos bajo el sol, ya que aquellos que
vivieron antes no pudieron leerlo. Y ese ciprés bajo el que está sentado
su milenario autor no ha crecido desde la caída de los tiempos. Se
convirtió en otro ciprés similar al suyo, pero no exactamente el mismo. Y
así me sería lícito preguntarle a él: ¿En qué cosa nueva bajo el sol
planea trabajar ahora? ¿Un suplemento ulterior a las ideas que ya ha
expresado? ¿O tal vez está tentado a contradecirlo ahora? En su trabajo
anterior mencionó el placer, —¿acaso se está desvaneciendo? ¿Quizá su
nuevo-poema-bajo-el-sol será sobre el placer? ¿Ha tomado notas ya, tiene
borradores? Dudo que diga: Ya he escrito todo, no tengo nada nuevo que
agregar. No hay poeta en el mundo que pueda decir esto, mucho menos un
gran poeta como usted.
Porque el mundo… —lo que podamos pensar de él cuando aterrorizados por
su vastedad y la impotencia, o envenenados por la indiferencia frente al
sufrimiento de la gente y los animales, y quizá el dolor de las
plantas—, aquello que podamos reflexionar sobre las expansiones de este
planeta, penetradas por rayos de estrellas que apenas empezamos a
descubrir, ¿y quizá ya han muerto? Lo muy poco que podemos pensar de
este inconmensurable teatro para el cual tenemos tiquetes reservados,
pero boletos cuya vida es irónicamente corta, confinada como está a dos
fechas arbitrarias; sí, cualquier otra cosa que podamos pensar de este
mundo, es asombrosa.
Pero asombroso es un epíteto que concilia una trampa lógica. Estamos
sorprendidos, después de todo, por cosas que yerran desde algunas normas
bien conocidas y universalmente sabidas, desde una obviedad a la que
crecimos acostumbrados. Ahora el punto es, no hay tal mundo obvio.
Nuestro asombro existe per se y de nada depende.
Resguardados, bajo el habla diaria, donde nunca nos detenemos a
considerar cada palabra, todos acudimos a frases usadas: el mundo tal
como es, la vida común, el normal curso de los eventos… Pero en el
lenguaje poético, donde cada palabra es sopesada, nada es usual o
habitual. Ni una simple piedra o una nube sobre ella. Ni un solo día o
la noche que lo sucede. Y sobre todo, ni una humilde existencia, ni la
existencia de nadie en la Tierra.
Advierto que los poetas siempre tendrán su trabajo mutilado..