LAS FURIAS DE GIOVANNI PAPINI
Giovanni Papini y otros clásicos en la ciudad eterna
Rafael Narbona.
Nikolái Gógol pasó cuatro años en Roma. Su estancia le inspiró un cuento que es una oda a la ciudad. El escritor ruso celebra la promiscuidad entre lo antiguo y lo moderno, lo sublime y lo ordinario. Los palacios y las columnas conviven con las hierbas y los arbustos silvestres. El empedrado no está reservado a los príncipes. Por él también caminan los rebaños de cabras. Se nota la proximidad entre la ciudad, bulliciosa y caótica, y el desierto, silencioso y de perfiles nítidos, casi geométricos. Y en medio de todo, siempre, “la invisible presencia de un claro y solemne silencio envolviendo al hombre”. Antonio R. Rubio Plo habla de esa “primavera escondida” que podría redimir a Chíchikov, el protagonista de Almas muertas, hundido en esa podredumbre moral que afecta a las incipientes clases medias de una Rusia zarista en descomposición. Solo en Roma se encuentra esa primavera. El progreso, reflexiona Chateaubriand en su visita a la Ciudad Eterna, solo es un ídolo. El optimismo pasa por alto la pedagogía del sufrimiento. Solo las lágrimas nos llevan a Dios. Pasolini, ateo, homosexual y comunista, señala que la Historia es otro de esos ídolos. No cree en Dios, pero duda que la violencia revolucionaria sea el camino hacia el paraíso. Fascinado por el cristianismo, desea rodar una trilogía sobre san Pablo, Charles de Foucauld y Gramsci, tres hombres que fueron un escándalo para sus contemporáneos, incapaces de comprenderlos. En el caso de Pablo de Tarso, ¿cómo iban a entender los antiguos, tan apegados a sus ciudades terrenales, a un hombre que pretendía ser ciudadano del cielo?
De los peregrinos que han visitado Roma, quizás el más insólito fue el jefe sioux Rocky Bear. Antonio R. Rubio Plo le atribuye palabras que condensan su inaudita peripecia: “Estoy asombrado de mi propio destino. […] Aunque esté muy lejos de mi tierra, me siento como si estuviera en mi casa. Yo, un jefe oglala, me siento acogido para siempre”. Durante su paso por Roma, Rossellini meditó sobre su trabajo como cineasta, descartando el artificio. No hay que representar las cosas desde un punto de vista, más o menos estético, sino tal como son. Por eso, El Mesías (1975), su filme sobre Jesús, se atiene a los hechos. No quiere presentar a Cristo como una figura resplandeciente y carismática, sino como un sencillo carpintero rodeado de pescadores galileos. Agnóstico -¿por qué tantos escépticos han abordado la historia del joven rabino de Nazaret?-, se fija en lo más humano, en esa cotidianidad que otros cineastas han pasado por alto. Siguiendo a Miguel Ángel, opta por una María de Nazaret joven y serena. Antonio R. Rubio Plo encuentra las palabras que expresan fielmente la intención de Rossellini: “¿Qué hay detrás de la compostura y la dulce resignación de esa muchacha que es más joven que su Hijo? Ante ese rostro juvenil, la Historia se detiene. ¿No es éste el mayor de los milagros?”.
De todos los personajes que desfilan por Vidas romanas, ninguno me ha conmovido tanto como Giovanni Papini, uno de los malditos del siglo XX. Papini deplora la decadencia de Roma por culpa de una civilización saturada de vulgaridad y ruido. El turismo está convirtiendo la Ciudad Eterna en un sucio parque temático. Las masas están pisoteando la Historia. Nada detendrá a los nuevos bárbaros. Solo caben entonar un réquiem, pero sin música ni voces. Un réquiem de silencios. Giovanni Papini ha caído en el olvido. Su idilio con Mussolini, que le colmó de honores, le ha arrojado a la misma zanja que a Céline, Pound y Drieu La Rochelle. Su conversión al catolicismo no ha contribuido a levantar la reprobación que ha enterrado sus libros. Papini nunca ignoró que era un personaje molesto. En Un hombre acabado (1912), escribe: “No me preocupa ser un patriotero, un beato o un pedante miope”. Pobre en su infancia, sació su sed de lecturas en las bibliotecas públicas de Florencia. Su propósito era “saber, saberlo todo”. Al evocar su juventud, confesará que era “un poeta y un destructor, un fanático y un escéptico, un lírico y un cínico”. Su Historia de Cristo (1921) obtiene un éxito colosal, pero su declive será fulgurante. Borges ha sido una de las escasas voces que lo ha reivindicado, elogiando sus cuentos. Yo siempre he sentido aprecio por sus últimos escritos, agrupados en Espía del mundo, una especie de dietario publicado en 1955, un año antes de morir. Ante la perspectiva de un fin cada vez más próximo, se rebela contra la reducción del hombre a simple biología, exento de cualquier forma de trascendencia: “Si verdaderamente fuese un animal, nunca se habría dado cuenta de que lo era y, sobre todo, no habría sido capaz de confesarlo”. ¿Qué es lo que diferencia al hombre de los animales? “La nostalgia y la desesperación –escribe Papini-. Esos sentimientos son los verdaderos documentos de nobleza de esta criatura”. Poco antes de su fin, el escritor italiano escribe una página de extraordinario patetismo: “Cada vez más ciego, de momento en momento más inmóvil, cada vez más silencioso. La muerte no es más que inmovilidad taciturna en las tinieblas. Muero, pues, un poco cada día, en pequeñas dosis, según el modelo homeopático. Pero espero que Dios me concederá la gracia de alcanzar la última jornada con el alma entera, a pesar de todos mis errores”.
Vidas romanas, de Antonio R. Rubio Plo, es una admirable galería de personajes célebres que pasaron por Roma, buscando algo que muchas veces ni siquiera eran capaces de nombrar. En ninguna ciudad se cumple de una forma más luminosa la profecía evangélica: “Buscad y encontraréis. Llamad y se os abrirá”. No en vano se dijo que todos los caminos conducían a Roma, una ciudad que no es un simple paisaje urbano, sino una pregunta permanente sobre el inextricable misterio de la vida y la muerte.
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