¡ LO TAURO O LO MINOTAURO !

 

 

La Grotesca Belleza de “El Minotauro”.



I.
Muchos lectores coinciden en señalar el influjo de la narrativa norteamericana en la composición de los cuentos de Oscar Marcano. Es una evidencia que el propio autor ha admitido con orgullo: la luminosa huella que la prosa de Carver, Bukowski, Irving, Fante, Hemingway, Shepard y O. Henry ha dejado en su aprendizaje y oficio literarios. Sin embargo, no deja de llamar la atención el hilo filial que une el “realismo sucio” presente en los cuentos de Solo quiero que amanezca con un estilo que se remonta más bien a la Edad Media y el Renacimiento, y que halla en los estudios de Wolfgang Kayser y Mijaíl Bajtín el rango de categoría estética. Me refiero al realismo grotesco que conecta estos relatos con el peculiar tratamiento del humor y lo real en obras como las de Chaucer, el Arcipreste de Hita, Boccaccio, Rabelais, así como con ciertas formas carnavalescas populares de la Edad Media. Recuérdese que el libro de Marcano está divido en dos partes –Mester de clerecía y Mester de golardía– términos que remiten a categorías literarias medievales. Tampoco hay que olvidar que originalmente este volumen de cuentos llevó por título Lo que François Villon no dijo cuando bebía, en clara alusión –y homenaje– a uno de los poetas libertinos que hizo de sus versos un canto al desenfreno de las pasiones, vertido en el odre de un humor mordaz y grotesco cargado de motivos heredados de la cultural popular medieval.
II.

Valga esta observación para leer “El Minotauro” como un relato en el que la corporalidad y sensualidad, así como la violencia reprimida y lo monstruoso parecieran ser signos de una estética que se nutre de ciertos atributos del realismo grotesco, entendido como aquella recreación –literaria, plástica, cinematográfica, etc.– de la realidad en la que se procura resaltar, muchas veces a través de la hipérbole, sus aspectos “instintivos”, “feos”, “oscuros” y orgánicamente repulsivos de un modo distante, digamos, al canon apolíneo de la belleza. De ahí que uno de los rasgos más característicos de lo grotesco sea –según Wolfgang Kayzer en su clásico estudio sobre el tema:Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura– “la mezcla de lo animal y lo humano, o bien lo monstruoso”. Ya sea para buscar el horror y lo macabro, como en el caso del infierno de Bruegel o de Dante; para propiciar una atmósfera absurda o surreal, tal como ocurre en ciertas narraciones de Kafka, pinturas de Dalí o películas de Buñuel; o como recurso humorístico, cercano a la comicidad, como sucede en la monumental y monstruosa Gargantúa y Pantagruel de Rabelais; el realismo grotesco representa una ruptura con el modelo clásico de lo bello, a la vez que propone una forma distinta de apreciar la belleza en zonas de la realidad imaginaria que privilegian la materialidad instintiva y corporal del ser humano.
No es casualidad que sea justamente la figura del Minotauro el referente mitológico que polarice el sentido de la historia en el cuento homónimo de Oscar Marcano. Y tal como describe el protagonista, no se trata de cualquier Minotauro, sino el de Pablo Picasso, una de las figuras de la serie de su Minotauromaquia, en la que el monstruo se encuentra inclinado sobre su musa, en posición de reverencia (o de inminente ataque). La imagen del Minotauro como un ser deforme y violento, mitad humano y mitad animal, se correspondería con la imaginería grotesca, de la cual participó también en más de una oportunidad la obra de Picasso, uno de los artistas modernos conscientes de la transgresión estética de su propuesta plástica. “La enseñanza académica de la belleza es falsa –apunta el pintor español–; se nos ha engañado tan bien engañados que ya no podemos encontrar ni el asomo de una verdad. Las bellezas del Partenón, de la Venus, de las Ninfas, de los Narcisos, son otras tantas mentiras. El arte no puede ser la aplicación de un canon de belleza, sino la aplicación de lo que el instinto y el pensamiento pueden concebir independientemente del canon”. (Picasso y el erotismo, por Gaëtan Picon).
Este pareciera ser entonces el canon estético con el que sintonizan las narraciones de Oscar Marcano, ajenas a una noción clasicista de la belleza. En el caso de “El Minotauro”, la presencia de lo corporal es una pista para entender el entorno de sensaciones en el que se mueven los personajes, y que halla su correlato expresivo en un acertado despliegue de imágenes sinestésicas. Están, por ejemplo, los sonoros olores de los flatos con reminiscencias alcohólicas de la pareja protagónica y el vaho caliente del conducto del aire acondicionado. El alivio corporal que siente el personaje mientras enfría el auto, la textura de las pieles desnudas sobre la cama y el escupitajo propinado por el polaco. La sensación de la boca amarga y seca, y el frescor de la soda para atenuar el malestar. Los “dos pozos de saliva a lado y lado de la almohada”, el detalle del fregadero, en donde “una gama de tierras y ocres” mutan sobre “residuos de carne y cebolla, sumidos en una solución larvaria y espumosa”, y la caricaturesca descripción del abusador del Lada blanco, quien “tenía rasgos de murciélago”, parecía “un troll” y portaba una nariz ganchuda que “competía con la vena que tomaba aspecto de várice”. Por último, los sonidos como el del timbre que persiste durante tres páginas, el canto del Miserere que entona la pareja al llegar al apartamento y, muy especialmente, el que podría considerarse uno de los crujidos más inolvidables de la literatura venezolana: el de los dedos del polaco aprisionados en la puerta del carro. “Escuché un sonido que no existe. Como el triturar de arvejas. Pero no eran arvejas. Ni almendras, ni avellanas, ni macadamias, sino sus preciados dedos. Desde dentro los vi crisparse de dolor”.
El cuento es un repertorio literario de sensaciones, muchas de ellas descritas con un fino humor en el que se apela al recurso de lo grotesco, no para desmerecer a la pareja amorosa, sino para situarla en un entorno de intimidad erótico-fisiológica, no exento de ternura, en el que el principio de la vida material y corporal (la satisfacción de las necesidades naturales, la bebida, la comida, las excreciones orgánicas y la vida sexual) reivindica la riqueza semántica del cuerpo humano desde una óptica en la que no tienen cabida las concepciones sublimes del arte, sino más bien el espíritu festivo de los goliardos. Al respecto, Bajtín señala que en este realismo grotesco, cuyos orígenes se remontan a la cultura carnavalesca popular de la Edad Media, “la degradación de lo sublime no tiene un carácter formal o relativo… Lo ‘alto’ es el cielo; lo ‘bajo’ es la tierra; la tierra es el principio de absorción (la tumba y el vientre), y a la vez de nacimiento y resurrección (el seno materno)… Degradar significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y los órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales. La degradación cava la tumba corporal para dar lugar a un nuevo nacimiento. De allí que no tenga exclusivamente un valor negativo sino también positivo y regenerador: es ambivalente, es a la vez negación y afirmación” (La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais).
Este carácter positivo del realismo grotesco explicaría el clima gozoso del relato, en el que a pesar del enfrentamiento entre el amante y el polaco, se decanta por un desenlace en el que los esposos terminan retozando en sana paz corporal. El hombre es domado en un principio por la mujer, quien la noche anterior le pide que no violente el auto del polaco. Sin embargo, al día siguiente, el combate entre esta especie de caballero medieval degradado (o goliardo enratonado) y el “monstruo” foráneo resulta inevitable para recomponer el orden de la villa (los vecinos del edificio) y proteger a la dama solitaria en peligro. Pareciera que la lectura de relato, según estas claves paródicas sutilmente hilvanadas por el autor, también se presta para ver en esta historia la versión contemporánea –y que por eso mismo sólo puede leerse desde el prisma relativizador de la ironía, lo grotesco y la parodia– del caballero que, sin caer en la hybris de la violencia física y verbal, actúa con la suficiente compostura como para derrotar al enemigo con apenas un preciso golpe vengador, sin incurrir en demagogias que empañen la efectividad de su temple mesurado. Su contención es su fortaleza; también la de la narración. El protagonista es pues un héroe a su manera, un minotauro cuya parte humana se sobrepone a su violencia bestial, y regresa vencedor del ruedo para obtener los favores de esa belleza femenina que lo recompensa con la dicha de su amor sensual. Un minotauro ya no sacrificado ni violador, sino sencillamente afortunado.
III.

¿Hay belleza en la degradación grotesca? ¿El matrimonio ideal puede mantenerse a riesgo (o beneficio) de vivir separados? ¿Es factible el heroísmo en la vida cotidiana de un edificio? ¿Se puede escribir hoy un cuento feliz? “El Minotauro” de Oscar Marcano tiene las respuestas.

LECTURAS VAIRAS.